Cuando un hijo se va de la tierra que lo ha visto crecer, suceden varias cosas.
Se siente en la boca el mismo sabor que cuando mordemos una naranja amarga; pero a la vez el dulce amor de haberlo ayudado a construir su nido para poder salir al mundo.
Como una hormiga en su laberinto uno recorre la vida, viéndo los signos del crecimiento.
Su primer paseo, su corte de pelo y esa corbata nueva para sentir que el niño se hacía adulto.
Ese pequeño gran hombre comienza el camino que lo lleva a volar, a conocer otras experiencias.
Y finalmente sentimos en nuestro corazón que aunque se fué, él está siempre, siempre allí.
María Silvia Rodriguez
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